Tras escribir mis dos últimos artículos sobre las vacaciones que he pasado en La Rioja, me di cuenta de que no había visitado ninguna bodega, lo que me llevó a reflexionar un poco sobre el tema, reflexiones que se reflejan en el siguiente artículo.
Un poco de historia
Dado que mi madre era riojana (de Cellorigo), pasé muchísimo tiempo en este pueblecito de La Rioja. Hasta donde mi memoria alcanza, una de mis primeras tareas cuando crecí era bajar a la hora de las comidas, con una jarra a la bodega. Allí la rellenaba desde una cuba o desde una cántara y la subía a la cocina para dar cuenta de ella durante la comida o la cena.
Desde temprana edad, cuando en la mesa me dejaban probar un poco del porrón o me servían un vasito de vino mezclado con agua, siempre he tenido curiosidad por ese mundo. Me fascinaba cómo de una simple uva se podía obtener algo tan diferente (y tan rico) a su fruto original.
Al ir creciendo, era típico de los jóvenes del pueblo, organizar los domingos por la tarde una merienda en alguna bodega. Allí me sorprendía comprobar cómo viñas que parecían idénticas y bodegas casi iguales, producían vinos tan distintos. Recuerdo que, cuando se decidía ir a la bodega de Abundio, me hacía especial ilusión: su vino me parecía el mejor de todos, ¡wow, incluso mejor que el de mi abuelo! (que me perdone abuelo si me lee desde algún sitio).
En 1989 llegué a Luxemburgo para trabajar en la Comisión Europea. Tuve la suerte de dar con compañeros que pertenecían a un club de vino. Ese club me abrió la puerta a la magia del proceso del vino y a la posibilidad de probar cosas completamente diferentes a las que conocía hasta entonces. Y claro… me enganchó para siempre.
Desde ese momento, cada vez que viajo intento conocer tanto la gastronomía local como los vinos de la zona. Y si se trata de una región vitivinícola reconocida, siempre procuro visitar alguna bodega.
Recuerdo que mi primera visita “oficial” a una bodega fue en los 90, en Cenicero, Rioja. Entonces uno llamaba por teléfono fijo (¡porque los móviles aún eran ciencia ficción!) y explicaba con entusiasmo que te apasionaban sus vinos, que eras un aficionado y si sería posible visitar la bodega para probar. Sin reservas online, sin centralitas ni check-ins digitales… todo era improvisado y natural.
A nosotros nos atendió directamente el enólogo. No hubo visitas guiadas por depósitos de acero ni discursos ensayados. No existían salas de cata “instagramizables”. Simplemente nos llevó a su laboratorio (en aquellos tiempos a los enólogos los llamaban los químicos), donde tenían unas mesas de trabajo, y allí fue descorchando botellas, mientras nos contaba historias de las viñas, del pueblo y de sus habitantes y de su propia pasión por su trabajo. Pasamos un par de horas inolvidables, y por un precio que hoy sería impensable: cero euros. Para ellos era recibir feedback directo de su cliente; para nosotros, pura magia.
Y ¿dónde estamos ahora?
Hoy la realidad es distinta. Durante mis últimas vacaciones en La Rioja, por primera vez en años, no visité ninguna bodega. No por falta de ganas, sino porque la oferta me parece cada vez más repetitiva y ha perdido gran parte de su atractivo.
El mundo del enoturismo ha cambiado. No diré que todo tiempo pasado fue mejor, pero sí que ahora el bodeguero y el enólogo apasionado han sido sustituidos por jóvenes sonrientes, políglotas, impecablemente presentados… que, paradójicamente, ni beben vino cuando salen de fiesta. El resultado: mucha sonrisa, mucho guión, poca pasión.
Hoy la visita típica consiste en pasear entre depósitos de acero inoxidable, posar en la sala de barricas (perfectamente preparada para tu foto de Instagram con hashtag #WineLover) y terminar en una moderna sala de cata. Allí te sirven tres vinos: uno o dos de gama básica, fáciles de encontrar en cualquier supermercado, y tal vez uno más selecto para dar “el toque premium”. El precio de esta experiencia: alrededor de 30 euros por persona, acompañados como mucho de una tapa de algún producto local.
El problema es que después de diez visitas, por muy espectaculares que sean, uno acaba hipersaturado de ver los mismos tanques de acero con camisa de frío y similares cubas de roble francés o americano. Sí, las bodegas son empresas (y deben serlo) y tienen procesos definidos, pero el sistema actual apenas deja espacio a lo diferente, a lo auténtico.
Por eso me parecen mucho más interesantes las nuevas propuestas estilo Wine Bar, que están surgiendo, sobre todo en Haro. Allí, en un espacio dentro de la bodega, te ofrecen todos sus vinos por copas, acompañados de tapas frías de la zona. No me importa pagar 10 o más por una copa de un vino que no conozco, un vino que difícilmente volveré a probar o por la dificultad de encontrarlo o por un precio demasiado elevado para mi economía. Además, en estos wine bar, el entorno suele ser increíble, y eso suma mucho a la experiencia.
Mirando al extranjero
En 2025 tuve la oportunidad de visitar las bodegas de Sudáfrica. Allí las instalaciones son espectaculares, pero lo más sorprendente fue el enfoque. Cuando llegas, su única misión es que disfrutes. Nadie te habla de kilos de uva por cepa ni del peso de las cajas de vendimia. Te dicen, sencillamente: “mira qué bueno está este vino, mira qué paisaje tan hermoso y siente lo bien que lo estás pasando”. Marketing emocional 100%.
En España, en cambio, seguimos obsesionados con los procesos. Eso está bien para estudiantes de enología, pero el turista general lo que quiere es placer, memoria sensorial y un poco de magia.
El eterno dilema de comprar en bodega
Y hablando de magia, hay otro tema que me parece clave: los precios en bodega. En muchas bodegas españolas, el vino cuesta más caro en su propia tienda que en Internet o incluso en el Gourmet de El Corte Inglés. En serio, ¿cómo explicamos esto sin que el cliente sienta que lo están tomando por tonto?
Algunos argumentan que tienen que cubrir los costes del servicio o que no pueden competir con los distribuidores. Pero yo creo que es una oportunidad perdida: lo importante no es el ingreso inmediato, sino la publicidad boca a boca. Si me llevo un par de botellas a buen precio, seguro las comparto con mi familia y amigos comentando la gran experiencia que viví allí. Esa historia, esa transmisión del boca a boca, vale más que cualquier banner en una web.
Y no olvidemos: comprar vino en la propia bodega implica inconvenientes para el enoturista: cargarlo en el coche, el riesgo de que alguna botella se rompa y, en verano, el calor abrasador del maletero. Un descuento razonable, con un máximo de dos botellas por persona (por ejemplo), sería una manera lógica de compensar al visitante.
Conclusión: hacia un enoturismo 3.0
En mi opinión y según las estadísticas, el enoturismo es la gallina de los huevos de oro, pero cuidado con exprimirla demasiado. Yo, como aficionado, no tengo problema en pagar, pero quiero recibir lo justo: vino, historias de vino contadas por gente del vino, y pasión sincera. No más visitas de dos horas a “museos de barricas”.
Generar dinero por la venta de tickets es muy positivo, hacer caja por la venta de vino espectacular, pero yo creo que la principal tarea de una visita es la oportunidad única que tiene la bodega de crear un vínculo emocional con el visitante.
Necesitamos una versión 3.0 de las bodegas, donde vuelva el protagonismo de la pasión y el conocimiento real, donde el visitante disfrute de una experiencia auténtica y no de una visita prefabricada. Porque lo que hoy genera likes en Instagram, mañana puede sonar vacío y cuidar al cliente en un mundo que cada vez consume menos este producto, es primordial. No solo hay que hacer buen vino, sino además contarlo bien, para poder venderlo mejor.