Es una escena que se repite cada vez más a menudo: mesas llenas, platos deliciosos, pero en lugar de una botella de vino compartida, lo que domina es el agua, la cerveza o la Coca-Cola.
Lo he observado en España y me ha impactado aún más en mi reciente viaje a Paris: en los inmensos comedores de las brasseries francesas, cuna del vino y del “savoir vivre”, una pareja con una botella de vino es casi una excepción. El patrón es claro: agua, cerveza y excepcionalmente refrescos. En París vi que era también bastante popular comer y cenar con una copa de champagne, una sola que acompaña durante toda la cena.
Esta tendencia no es casual. Es la consecuencia directa de una práctica extendida en gran parte de nuestra hostelería: el precio del vino ha escalado hasta un punto donde el consumidor, por frustración, salud o economía, ha decidido no pagar o pensárselo dos veces antes de hacerlo.
Precios por inercia, no por costes
Uno de los problemas actuales es que fijamos precios por imitación. Ocurre en Wallapop y ocurre en nuestros restaurantes: la mayor parte de la gente no calcula sus costes reales, simplemente mira al vecino. Si él cobra 30, yo cobro parecido. El resultado es que en España estamos importando esos márgenes “europeos” desproporcionados para nuestros sueldos, pero olvidando la lógica del producto.
Puedo entender —y pagar— que una gamba roja multiplique su precio por cuatro en la mesa; si no se vende hoy, mañana va a la basura. El riesgo es alto. Pero me cuesta mucho más justificar ese mismo margen en una botella de vino, un producto noble que aguanta en perfecto estado durante años. No hay urgencia que justifique el sobreprecio. Y aunque en el norte de España aún se respira cierta sensatez, desde Madrid hacia el sur, los precios se han inflado por simple inercia o ambición.
La realidad de los números
Hace unos días escuchaba una entrevista a Dani Garcia en el que decía que había que buscar un buen rendimiento a ciertas cosas y ponía el ejemplo del vino. En su opinión, el hostelero debe buscar una botella que tenga de coste entre 5€ y 5,5€ para ponerla a la venta a un precio de entre 23 y 25 euros. Pude parecer loco, pero refleja una realidad.
No hace falta consultar complejos informes. Aquí os dejo una tabla que muestra cómo una botella de 10€ en bodega se va con facilidad a los 40€ o 50€ en un restaurante:
| Paso | Explicación sencilla | Precio en Bares | Precio en Restaurantes |
| Precio bodega (base) | Precio original sin impuestos | 10,00 € | 10,00 € |
| + Margen distribuidor | Ganancia del distribuidor | 12,50 € | 12,50 € |
| + IVA compra | El restaurante paga IVA | 15,13 € | 15,13 € |
| + Margen venta | Multiplicador del local | 30,26 € | 37,83 € – 45,39 € |
| Precio Final (con IVA) | Lo que paga el cliente | 33,00 € | 41€ – 50€ |
Es decir, un vino de 10€ se convierte en una factura de 50€ casi por arte de magia. Y esto tiene víctimas.
Consecuencias: la renuncia del experto
Hace unos meses, mi amigo Juanmi (en el mundo del vino él es el maestro Jedi y yo su padawan) me confesó algo desolador: ha empezado a comer con cerveza en los restaurantes. Le molesta profundamente ver cómo un vino que él compra por 30 euros en tienda, aparece en la carta a 90 o 100. Si un amante del vino como él tira la toalla, es que el problema es grave.
Lo que no me tiene que contar nadie porque lo veo, es que caminamos con rapidez por ese “camino francés”: comedores donde el vino es un extra de lujo y no parte de la mesa, mermando una fuente de ingresos vital para el restaurante y, lo que es peor, matando a nuestra ancestral cultura del vino.
El futuro: ¿Glovo o sacacorchos?
Aquí es donde la hostelería tiene una misión importante. Los restaurantes son la punta de lanza, los verdaderos influencers en estos tiempos en que no se cocina y casi ni se come en casa; si ellos no protegen el placer de abrir una botella, de descubrir un vino, de un maridaje excepcional, nadie lo hará. Me preocupa el relevo generacional de los que ahora andamos en los sesenta. Si a esos jóvenes que entran en el mercado laboral y empiezan a tener dinero para comprar una botella, les expulsamos de este mundo con precios prohibitivos en sus momentos de celebración, ¿creéis de verdad que abrirán una botella de vino cuando encarguen una hamburguesa o una pizza por Glovo?
A los jóvenes hay que sacarles de la cabeza esa idea de que el vino es complejo, elitista y caro, poniéndolo a competir en desventaja con la cerveza o los destilados. Hay que simplificar: menos parafernalia y precios más honestos.
Nos encaminamos a una encrucijada donde restaurantes, distribuidores y bodegueros —y el país entero como productor— se juegan mucho. Si cada uno aportara su grano de arena, se podría revertir la tendencia. Sin embargo, mucho me temo que ganará el deporte nacional de “arrimar el ascua a su sardina”. Seguiremos inflando la burbuja y, cuando estalle y la situación se ponga fea, la solución no será la autocrítica, sino pedir la subvención de turno a papá Estado.
Al final, parece que hemos adoptado como estrategia de negocio una de las frases más castizas y tristes de nuestro refranero: “tonto el último”. Y así, el último apagará la luz de una bodega vacía.







