El año pasado escribía sobre el glorioso concierto de Eurovisión y la siempre emocionante participación de España, diciendo que básicamente lo que teníamos era una disonancia digna de orquesta desafinada entre lo que se supone que pretendíamos (ganar) y lo que realmente hacíamos para conseguirlo.
A mi modesto entender –y proclamando públicamente mi ignorancia más absoluta sobre los temas musicales– yo creo que los pasos que se van dando son los adecuados para quedar los últimos. O, al menos, para pelear con uñas y dientes por el último puesto, que tampoco es moco de pavo. Pero claro, esto no se transmite a la población, y entonces llegan las decepciones, los dramas y los memes en Twitter.
Este año empezamos fuerte, con escándalo de manual: aprovechamos un altavoz internacional para defender al pueblo palestino. Ojo, que no digo que esté mal –la solidaridad siempre vende–, simplemente que ni era el momento, ni el lugar, ni se ajustaba a las normas. España, como Estado serio (o eso me gusta pensar), tiene foros de mucha mayor influencia donde defender las ideas de los españoles y al pueblo palestino. Y, desde luego, un concurso musical en el que la mitad de Europa vota por vecindad y la otra mitad por despecho, no parece el lugar más adecuado.
Ir a casa ajena a hablar de un tema que sabes que incomoda, amparándote en la libertad de expresión, es ser simplemente un prepotente y un maleducado. Es como ir a una boda y aprovechar el brindis para hablar de tus problemas con Hacienda: sí, tienes derecho, pero igual no es el foro. Hay quien no entiende que la libertad de expresión también incluye la libertad de saber cuándo callarse.
Podemos unir esta historia a la de Vinicius, ese prodigio del balón que el año pasado se quedó sin ganar el Balón de Oro. Lo que a todas luces parecía una injusticia se justificó por su mal comportamiento en los campos de fútbol y, digamos, su trato “afectuoso” hacia rivales y aficiones contrarias. Lo cual, además, es cierto: Vinicius tiene el don de caer mal hasta en los partidos benéficos.
En mi cabeza, ambas situaciones se unen perfectamente. Por eso, cuando me he levantado esta mañana y he leído que hemos quedado antepenúltimos, he pensado: perfecto, este año por fin hemos estado en el podio, hemos quedado los terceros. Porque en España, lo importante no es ganar, sino hacer el ridículo con estilo y, de paso, dar que hablar. ¡Hasta el año que viene, Eurovisión!, intentaremos superarnos, somos un pueblo orgulloso.